Dios no lo recuerda!

Yo, yo soy él que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados. Isaías 43:25.
Aquella tarde, mientras el sol se ocultaba, se iba también la vida del conde de Polignac: había traicionado al emperador Napoleón, a pesar de los muchos favores que había recibido del temido conquistador; la cabeza del traidor estaba destinada a la horca. La prueba de su traición era una carta, en la cual el conde se comprometía en un complot político.
Desesperada e intentando salvar la vida de su esposo, la señora Polignac solicitó una audiencia con el Emperador. Envuelta en lágrimas, alegó que las acusaciones en contra de su esposo eran falsas.
-¿Conoces la firma de tu marido? -le preguntó el soberano.
Y, sacando la carta de su bolsillo, la puso ante los ojos de la señora. La mujer empalideció, y cayó desmayada.
Al recuperarse, la desesperada mujer cayó a los pies del Emperador y pidió perdón. La historia narra que Napoleón, compadecido, le entregó la carta diciendo:
-Tómala. Es la única evidencia legal que existe en contra de tu marido. Hay un fuego aquí, al lado: quémala. No habiendo pruebas, no habrá culpa.
La señora tomó aquella prueba de culpabilidad y la entregó a las llamas. La vida de Polignac y su honor estaban a salvo, fuera del alcance de la justicia.
Eso es lo que hizo el Señor con nuestros pecados. Tomó nuestras rebeliones y pagó nuestra deuda. Y afirma que lo hizo por su propio nombre. ¿Por qué? Porque el enemigo lo acusó de ser un Dios abusivo y dictador, incapaz de perdonar. Pero, con su muerte en la cruz, Jesús limpió la afrenta a su nombre, y mostró delante del universo que él podía respetar el principio de su Ley quebrada y, al mismo tiempo, perdonar al pecador.
El perdón que Jesús ofrece no es simplemente una declaración que nos libera de la culpa sino un sacrificio sustitutivo, mediante el cual la deuda queda completamente paga. Nada se debe a la justicia: la misericordia pagó el precio. Es por eso que, en la cruz, la misericordia y la justicia se besaron.
Sal hoy, depositando tu confianza en ese amor maravilloso de Jesús. Y recuerda su promesa: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados”.

Yo, yo soy él que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados. Isaías 43:25.

Aquella tarde, mientras el sol se ocultaba, se iba también la vida del conde de Polignac: había traicionado al emperador Napoleón, a pesar de los muchos favores que había recibido del temido conquistador; la cabeza del traidor estaba destinada a la horca. La prueba de su traición era una carta, en la cual el conde se comprometía en un complot político.

Desesperada e intentando salvar la vida de su esposo, la señora Polignac solicitó una audiencia con el Emperador. Envuelta en lágrimas, alegó que las acusaciones en contra de su esposo eran falsas.

-¿Conoces la firma de tu marido? -le preguntó el soberano.

Y, sacando la carta de su bolsillo, la puso ante los ojos de la señora. La mujer empalideció, y cayó desmayada.

Al recuperarse, la desesperada mujer cayó a los pies del Emperador y pidió perdón. La historia narra que Napoleón, compadecido, le entregó la carta diciendo:

-Tómala. Es la única evidencia legal que existe en contra de tu marido. Hay un fuego aquí, al lado: quémala. No habiendo pruebas, no habrá culpa.

La señora tomó aquella prueba de culpabilidad y la entregó a las llamas. La vida de Polignac y su honor estaban a salvo, fuera del alcance de la justicia.

Eso es lo que hizo el Señor con nuestros pecados. Tomó nuestras rebeliones y pagó nuestra deuda. Y afirma que lo hizo por su propio nombre. ¿Por qué? Porque el enemigo lo acusó de ser un Dios abusivo y dictador, incapaz de perdonar. Pero, con su muerte en la cruz, Jesús limpió la afrenta a su nombre, y mostró delante del universo que él podía respetar el principio de su Ley quebrada y, al mismo tiempo, perdonar al pecador.

El perdón que Jesús ofrece no es simplemente una declaración que nos libera de la culpa sino un sacrificio sustitutivo, mediante el cual la deuda queda completamente paga. Nada se debe a la justicia: la misericordia pagó el precio. Es por eso que, en la cruz, la misericordia y la justicia se besaron.

Sal hoy, depositando tu confianza en ese amor maravilloso de Jesús. Y recuerda su promesa: “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados.

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