La transformación de Rossana

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Imagen por James E. Petts

Rossana era una niña italiana muy atractiva pero descuidada. Todo el día andaba por las calles descalza, despeinada, con la ropa hecha jirones, y nunca se lavaba la cara ni las manos. Tenía una amiga a la que llamaba «su mejor amiga». Era una bella estatua de mármol que había en el parque. Para Rossana, la estatua representaba una niña de su misma edad y porte. Todos los días Rossana la contemplaba y, en su inocencia infantil, conversaba con ella y le contaba todo lo que tenía que ver con su vida.

Un día Rossana observó que la estatua estaba bien peinada y tenía las manos limpias. A fin de parecerse a su amiguita de mármol, corrió a su casa, se lavó y se peinó.

Otro día notó que la estatua calzaba lindos zapatos blancos, y recordó que en su casa ella tenía un par de zapatos nuevecitos. Así que fue a su casa y se puso medias y zapatos.

El día siguiente Rossana observó que el vestido de su amiguita, la estatua, estaba pulcro y elegante, mientras que el de ella estaba hecho jirones. De modo que volvió a su casa y se puso el mejor vestido que tenía.

Cuando regresó al parque el próximo día, notó los hermosos aretes y el bonito anillo que tenía la estatua, y como en su casa ella tenía esas pequeñas joyas, fue y se las puso.

Así, sin darse cuenta, Rossana fue transformándose, copiando de su amiga, la estatua del parque, sus vestidos, sus adornos y su pulcritud. En menos de una semana la niña había cambiado de aspecto a tal grado que le hubiera sido imposible ocultar su hermosura de haber querido hacerlo, pues resplandecía como una mañana de primavera.

Si bien Rossana se dedicó a imitar a su amiga, que no era más que la estatua de un parque, con mucha más razón debemos nosotros empeñarnos en imitar a Jesucristo, el Hijo de Dios, que es nuestro Creador, sobre todo los que decimos ser cristianos.

En nuestra cultura iberoamericana muchas personas se consideran cristianas, pero muy pocas comprenden el sentido original de ese adjetivo. Durante el primer siglo, los que se llamaban cristianos se identificaban de ese modo con Cristo, su Señor y Maestro. Lo hacían no sólo para indicar que eran seguidores de Cristo, sino también para indicar su deseo de imitarlo a Él en todo, hasta en la muerte.

Lamentablemente en el transcurso de los siglos la pureza del significado del adjetivo «cristiano» se ha diluido al extremo de definirse como «expresión indeterminada para referirse a una persona cualquiera»,1 como «hermano o prójimo» y, en sentido coloquial, como «persona o alma viviente».2 ¡Con razón hay en la actualidad tantos presuntos cristianos que en nada se parecen a Cristo!

Es hora de que volvamos a las raíces del cristianismo. Imitemos a Cristo como lo imitaba el apóstol Pablo.3 De hacerlo así, San Pablo nos asegura que «todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, [seremos] transformados a su semejanza con más y más gloria…».4

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Diccionario de uso del español de María Moliner (Edición Electrónica, Versión 2.0).
2Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española (Vigésima Segunda Edición).
31Co 11:1
42Co 3:18

Un Mensaje a la Conciencia

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