¡Hijos!

Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo. Gálatas 4:7.

La mente pecaminosa del ser humano ha desfigurado el carácter divino. La tradición le ha hecho creer que Dios es un ser de rostro serio y ceño fruncido, sentado en su trono de santidad con una vara en la mano, vigilan­do y esperando obediencia estricta de sus vasallos.

“Inclínate delante de él, como el esclavo delante de su señor”, le ha orde­nado durante siglos. Y el ser humano lo ha creído, y ha vivido con miedo de Dios. Ha tratado de aplacar la ira de su “señor” con penitencias, peregrina­ciones y sacrificios. Se ha arrastrado delante de él, como criatura indigna. Ha cargado el fardo horrible de la religiosidad desprovista de gracia.

Lo peor que el pecado consiguió fue desfigurar el amor divino; preséntate a Dios como un ser rencoroso y vengativo. Te hace huir, esconderte, anularte; como Adán y Eva en el Jardín del Edén después del pecado. Deses­perados, vacíos, desnudos y ridículos; e intentando cubrir su desnudez con miserables hojas de higuera. Aquella triste tarde, Dios se presentó en el Jar­dín buscando al hijo amado, pero el pecado gritaba a los oídos de este: “no eres hijo, eres esclavo”.

Tal vez, sí; seguramente que sí. Pero, no esclavo de Dios: esclavo del ene­migo de Dios. Castigado impiadosamente por el peor verdugo que alguien pueda tener: la conciencia tergiversada por el pecado.

El versículo de hoy, sin embargo, trae la más extraordinaria noticia que alguien pudiera recibir: ya no eres esclavo de nadie; no necesitas serlo: el Señor Jesús pagó el precio de tu rescate. Si crees en la promesa divina, pa­sas a ser hijo, heredero de la promesa. Tus culpas han sido perdonadas; no necesitas vivir huyendo ni escondiéndote. El Señor Jesús te da el derecho de reclamar la promesa y de vivir como hijo del Rey, príncipe en el vasto uni­verso de Dios.

Por eso, hoy, ¡yergue la cabeza! Deja que el Sol de justicia ilumine la pe­numbra de tu ser. No tienes que vivir como si le debieses algo a la vida; no existe motivo para que te sientas esclavo. El Señor Jesús cargó el peso de tu culpa en el Calvario y te libertó. “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo”.

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