LECCIONES DE LOS LEPROSOS
Lecciones de los leprosos
Respondiendo Jesús dijo:
«¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?». Lucas 17:17
La historia de la curación de los diez leprosos realizada por Jesús es muy interesante. Si la lees cuidadosamente, podrás encontrar, como mínimo, tres importantes lecciones:
Los leprosos aprovecharon el momento; no dejaron pasar su única oportunidad. Escúchalos «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!» (Luc. 17: 13). Las personas desesperadas actúan. ¿Quién se cuida de las apariencias o de lo que pueda decir la gente cuando la casa se está quemando? Jesús estaba frente a ellos, era su única oportunidad de ser sanados, y aprovecharon ese momento. ¿Aprovechas la oportunidad cuando se te presenta? Cuando la lepra del egoísmo daña tu corazón y Jesús se te aparece a través de un mensaje, de una lectura o de una amonestación, ¿clamas «Jesús, ten misericordia»? Cuando Jesús te confronta con tu pecado, ¿aprovechas, para decirle «Ten misericordia de mí»? La cosa más grande que le puede ocurrir a una persona es que Jesús pase frente a ella. Hoy Jesús está frente a ti. Aprovecha, no lo dejes pasar sin que haga algo por ti.
Los leprosos creyeron aunque no vieron. «Les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes, y aconteció que mientras iban, fueron limpiados» (Luc. 17: 14). Jesús les declaró que estaban limpios. Aunque no veían prueba alguna de tal cosa, creyeron las palabras del Señor. Salieron a mostrar al sacerdote que estaban limpios. Cuando ores al Señor, cree que el milagro ya sucedió. Insiste, a través de los obstáculos de la duda y la inseguridad, hasta que veas tu milagro. En la marcha verás con tus propios ojos lo que pediste en oración. Muchas veces la acción de Dios no es un solo paso, sino un proceso. Camina día tras día dependiendo del Señor.
Sorprendentemente, solo uno de los diez leprosos sanados regresó para dar las gracias a su Sanador. Por esa razón preguntó Jesús: «Y los nueve, ¿dónde están?» (Luc. 17: 17). ¿Estaban ocupados?, ¿Absortos en sí mismos, o simplemente eran olvidadizos?
Esta mañana Jesús pasa frente a ti. Acude a él desesperado y clama: «Ten misericordia de mí». Aproveche tu oportunidad, cree que el milagro ya ha sucedido, y acuérdate de darle las gracias.
Dios te bendiga,
Noviembre, 06
A menudo recibo por e-mail de Devoción Total la palabra necesaria para vivir el momento presente. Hoy quiero ser yo la que comparta mi experiencia con vosotros. Este testimonio me lo pidieron para otra página web católica. Aquí os lo dejo:
PEREGRINA DE LA GRACIA
A modo de prólogo…
Cuando María José Monfort me pidió que escribiera mi vocación, gozosamente acepté sabiendo que nada de lo que tengo me pertenece y que no es mi historia la que tengo que narrar sino la historia de salvación que Dios está realizando conmigo. Es esta una oportunidad para agradecer y alabar las maravillas que Él hace en mi vida.
Quizá la clave para leer dicha historia sea estas palabras de Jesús que hago mías: <>. Él añade: <> (Jn. 8, 37). A continuación Pilato le pregunta: <> Yo creo que esta pregunta está de fondo en todas las cuestiones que asaltan al hombre a lo largo de su vida. Cualquiera que viva un poco despierto a lo que tiene a su alrededor no puede dejar de preguntarse el porqué de las cosas, y por supuesto, de su propia existencia.
Mi padre, san Agustín, fue un incansable buscador de la verdad de la creación del hombre -de la Verdad con mayúsculas- y por tanto, de su propia verdad; porque sabía que sólo en ella hallaría la paz: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”, Conf. I, 1. Más tarde, hablando de la vida religiosa, vinculará la paz a la unidad con la expresión pax unitatis –literalmente paz de la unidad- referida a la unidad intrínseca de la Trinidad que desciende por medio de la humanidad de Cristo haciendo de nosotros un solo corazón y una sola alma, el alma de la Iglesia.
En el Evangelio, Jesús da a quienes han creído en Él la siguiente clave para vivir unánimemente anclados en la verdad: <> (Jn. 8, 31-32).
Verdad y unidad cuyo fundamento es el Amor de Dios. Toda vocación es una llamada al amor donde Dios se nos dona totalmente y donde sólo cabe responder con el don de uno mismo. Dios, Señor de la historia, irrumpe en la vida, en la cotidianeidad de una persona haciéndose sensible en algún momento por medio de la gracia y exigiendo para Sí la totalidad de lo que uno es. Con un amor que seduce, que subyuga, que se hace más irresistible que cualquier otro en el corazón de quien es interpelado por Cristo al seguimiento: “Señor, ¿a dónde iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68).
En gratitud a María José Monfort…
“¡Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza! ¡Grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida! Y pretende alabarte un hombre, pequeña migaja de tu creación. Precisamente un hombre que lleva en torno suyo la mortalidad, que lleva a flor de piel la etiqueta de su pecado y el testimonio de tu resistencia a los soberbios. (Conf. I, 1)
Dios mío, haz que yo evoque estos momentos de mi vida para darte gracias y que reconozca tus misericordias para conmigo. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan: Señor, ¿quién semejante a Ti?” (Conf. 8, 1)
El primer eco de tu voz en que mis oídos repararon, Señor, lo oí a los nueve años. Me encontraba en la clase de quinto de primaria cuando empecé a escuchar en mi interior las voces de ciertas inquietudes que los niños de mi clase o no tenían o no compartían. Desde muy pequeñita recuerdo entretenerme en tempranos pensamientos sobre el porqué de las cosas de este mundo, queriendo encontrar un sentido a todo lo creado, buscando el hilo conductor de la Historia, y de mi propia vida. Se despertaba la necesidad de hallar la verdad, te necesitaba a Ti, Señor mío y Dios mío.
Un día de catequesis, a la cual me llevaba mi madre a arrastras, nos pusieron la película Jesús de Nazaret de Zeffirelli; nunca olvidaré aquel día. Bien sabes, Señor, que no entendí ni mucho ni poco de aquel jaleo entre los fariseos y saduceos y los discípulos de tu Hijo. Mas tu amor hasta el extremo me subyugó. Ese tal Jesús (¡Dios!) había pasado haciendo el bien entre las gentes y a cambio había recibido una condena a muerte tan sólo por haber revelado la verdad de tu amor a los hombres. Verdad que en aquel momento, en algún lugar recóndito de mi alma, se grabó a fuego para siempre. Mi inocencia de niña no podía creer lo que estaba viendo: ¡hasta dónde podían llegar la locura del amor y la locura del orgullo! Tú, Dios mío, dejándote clavar en una cruz y los hombres disfrutando del espectáculo… La mirada de cordero degollado de tu Siervo me traspasó de tal manera que comprendí que tenía que posicionarme: o Contigo o contra Ti.
Evidentemente, Señor, con aquella edad no sabía que en Cristo se recapitulara toda la historia y que hubiera muerto y resucitado para la Redención y Salvación de todos los hombres, que hubiera muerto por mí… Pero mi corazón ardió en deseos de ser una de aquellos apóstoles y demás discípulos, hombres y mujeres, en cuyas manos había quedado la misión de extender tal Amor predicando el Evangelio y realizando tus obras: ‘Yendo proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis’ (Mt. 10, 7-9).
Sin embargo, esta fascinación pronto quedó sepultada por las seducciones del mundo y de la carne. Durante la adolescencia la exigencia de encontrar el sentido de mi vida se agudizó, pues el deseo de felicidad que Tú, Señor, habías puesto en mi alma era infinito. ¡Y cómo acecha el mal este deseo para desviar a los hombres del camino de tu salvación! ¡Cuántas cosas nos promete el mundo a los jóvenes que nos hacen sucumbir ante la tentación! Llegamos a creer que la felicidad se encuentra tras el dinero, la juerga del fin de semana, el alcohol, las drogas, el sexo, las relaciones internautas o una moda que coarta la libertad de ser uno mismo. ¡Ah, Señor!, ¡qué atractivas y atrayentes me parecían entonces algunas de estas cosas!
En cambio, así la vida se convierte en experiencias deshumanizadoras, efímeras, pasajeras, materialistas… Su poder de destrucción es tal que cuando el corazón corre tras ellas como algo absoluto el vacío que halla es terrible y muere precipitada la esperanza de encontrar algo eterno por lo que merezca la pena vivir. Porque Tú, Dios vivo y verdadero, no estás en todas esas cosas sino para arrancarnos del abismo de la muerte al que yo me he visto abocada tantas veces. Cuanto más me hundía en el fango del mundo y de las pasiones de la carne con mayor fuerza presionabas mi interior para que abandonara la perversidad de mi pecado y me llegara a Ti, Salvador mío. ¿Adónde escaparé de tu mirada?
Pero yo hacía oídos sordos a tu voz mientras me dejaba esclavizar por lo que me destruía. Con sólo dieciséis años ya escudriñé el borde del abismo, y desesperanzada perdí la ilusión por vivir. Aquello con lo que soñaba –vivir como los primeros cristianos- me parecía una utopía inalcanzable, demasiado bello y grande para ser verdad. Creía -como Lessing- que había un foso infranqueable de dos mil años entre tus apóstoles y yo. Pues aún no había tenido un encuentro personal con Cristo resucitado y –como dijo san Agustín- “un vano fantasma y mi error eran mi Dios”; Su persona no tomaba cuerpo en mi vida.
Fue entonces, Señor, queriendo tirar todo por la borda, cuando tu Hijo se llegó a mí: ‘¿así vas a desentenderte del mundo?’ –meneé la cabeza- ‘La vida que deseas existe, confía y sigue adelante’. No sé explicar muy bien qué sucedió pero desde aquel momento fui capaz de percibir Su presencia habitándome; en Él vivía, me movía y existía. Gracias a tu inefable bondad volvieron a mí las ganas de vivir, recobré la esperanza y el horizonte se ensanchó.
Lamentablemente no dejé que aquel encuentro cambiara definitivamente mi forma de vivir. Había dentro de mí dos voluntades opuestas: una cuando me dejaba guiar por tu Espíritu y otra cuando me dejaba llevar de mi carnalidad, y ambas tiraban de mí con fuerza. Y yo, Señor, con la libertad que Tú me otorgaste, permití que los hábitos arraigados se hicieran costumbre y que la costumbre venciera a tu gracia. Pues a la vez quería y no quería entregarme a Ti por entero, y mientras trataba de acallar la voz de mi conciencia, a la que Tú hablabas, convenciéndome a mí misma de que aún no tenía ningún compromiso Contigo y que más tarde tendría la libertad de saltar a Ti. Pero la vida no se improvisa y la libertad necesita ser liberada…
Dos años más tarde, tras el discernimiento que paralelamente había comenzado a los trece años con una religiosa de mi colegio enviada por ti para cuidarme, ingresé en la congregación, donde vi la ocasión de seguirte y dejar atrás la vida vieja. Deseaba saltar a tus brazos y fui yo y no Tú quien decidió dónde y entré en aquella congregación con mucha ilusión pero con muchas dudas. Pronto me di cuenta de que tu llamada no se concretaba en aquella forma de vida; la mucha actividad en el mundo junto a los fugaces momentos de oración, de vida comunitaria y mi escasa formación atenuaba pero prolongaba la división interna que sufría entre mis dos voluntades. Cuando te escuchaba a Ti en vez de a mí anhelaba vivir, incluso físicamente, como la primitiva comunidad cristiana. A los seis meses tu misericordia me empujó a abandonar la congregación.
Al regresar a la calle intenté silenciar tu voz con todas mis fuerzas para escuchar otras voces que me parecían más seductoras a corto plazo, pero Tú, Señor, que no quieres que ninguno se pierda, aprovechaste aquellos seis meses para que tu gracia ganara terreno dentro de mí y la voz de tu llamada se alzara más fuerte que todas esas voces. Una vez más la verdad me doblegó.
Entonces, el desconocimiento del dinamismo de tu actuar para con el hombre y de la pluralidad de formas de vida y carismas existentes dentro de la Iglesia me hizo pensar que había tomado una decisión equivocada. Sentía el reclamo de una entrega exclusiva a Ti y sabía lo débil que era. Oraba y te preguntaba, Señor, dónde se hallaba el lugar en el que vivir tu promesa, y en mi impaciencia te gritaba como si se te hubiese olvidado. ¡Cuántas cosas tuviste que aguantar por amor a esta hija tuya!
Aunque no lo merecía, poco tardaste en contestarme. Un día una amiga me llevó a conocer a las monjas de un monasterio de clausura. La idea preconcebida que yo tenía de la clausura no era nada atrayente hasta que las vi y comprendí que era fruto de la pura ignorancia. Lo cierto es que la vida de aquellas monjas me produjo tal impacto que desde aquella visita no pude olvidarlas. Ellas manifestaban su deseo de vivir como las primeras comunidades, y lo que me contaban y lo que yo veía provocaba una profunda resonancia en mi alma.
Tras un breve discernimiento con la madre maestra de aquel monasterio, arrasada por el fuego de tu Espíritu ingresé en él, donde permanecí tres años y medio. Sin duda fueron hasta entonces los años más felices de mi vida. Pude romper de golpe con la costumbre de la vida vieja porque Tú, Señor, misericordiosamente me otorgaste la salud. Empecé a conocer la verdad de lo que Tú eres y me enamoré de Ti. Acogí a tu Iglesia como la Madre que me engendraba a la vida en Cristo Jesús y mi amor por Ella crecía cada día.
Conforme pasaban los años e iba madurando en tu presencia, ya con la serenidad de la estabilidad, empecé a darme cuenta de que no me costaba en absoluto responder a la forma de vida que llevaba y sin embargo el carisma no brotaba de mi interior naturalmente. Mis hermanas -que eran mi gloria y mi corona- vivían el carisma sin esfuerzo mientras que yo me agotaba inútilmente.
Es cierto, Señor, que en el fondo de mi alma sentía la falta de un apostolado que tuviera más contacto con los hombres, que no se realizara exclusivamente a través de la oración o del testimonio personal sino también de la predicación de la Palabra y del acompañamiento. Además tenía inquietud por el saber en sí y el estudio de la Teología. Pero yo estaba dispuesta a sacrificar estas cosas y luchar por la vida que me rodeaba, que entonces me parecía lo más grande que se podía vivir. Mas Tú, Señor, garante nuestro, no quieres sacrificios ni ofrendas sino una criatura humilde que se deje hacer dócilmente entre tus Manos. Y antes de profesar los votos ante Ti me sacaste de allí.
La vuelta a la realidad del mundo fue algo así como recibir un choque frontal. Yo ya no era la misma; había crecido y madurado en el monasterio e incluso mi psicología había comenzado a renovarse según la fe de la Iglesia en Cristo Jesús. Todo mi ser era cautivo de la belleza de la consagración y lo que me circundaba de nuevo poco tenía que ver con ella. Todas las noches lloraba la nostalgia de no hallarme entre hermanas con las que compartir una misma vocación, con las que vivir con un solo corazón y una sola alma hacia Ti.
Pero tu Providencia, Señor, una vez más salió a mi encuentro y por ello te alabo. Me enviaste a un santo varón que hizo las veces de buen samaritano recogiéndome en el camino, cargándome sobre su cabalgadura y aliviando mis heridas. Él me ayudó a vivir el día a día y a desterrar la nostalgia. “Uno tiene que aprender a vivir como Abraham, con la tienda enrollada, de manera que un día Dios te pueda decir ‘a la derecha’, y al día siguiente ‘a la izquierda’”, me decía. Él me enseñó que el lugar donde vivir la vocación a la que me llamabas no está aquí o allá sino en Ti, Señor, que eres la vida eterna. Él me enseñó que nuestra tierra es Cristo.
Por medio de un sacerdote, siervo tuyo, que también me acompañó en el camino hasta que Tú te lo llevaste Contigo, inicié el estudio de la Teología y la Filosofía en la Facultad de San Dámaso. Jamás pensé que me apasionaría tanto…
Y allí de nuevo saliste a mi encuentro cuando menos lo esperaba ¡y con quien menos esperaba! Una religiosa agustina se acercó a mí un día de clase para saber de dónde había salido. De nuestro encuentro nació una sincera y bella amistad, porque Tú, Señor, estabas en medio de ella. Compartíamos largos ratos conversando acerca de variadas cosas pero, sobre todo, acerca de tu Mano salvadora en nuestras vidas.
Entonces solía yo retirarme de vez en cuando a algún monasterio en busca de aire fresco y un fin de semana me escapé a la comunidad de esta religiosa donde Tú, Dios mío, esperabas alcanzarme sin yo saberlo. Pacificaste mi alma primero para hacerte escuchar y tu voz resonó con fuerza en mi interior cuando tuve de frente a la priora: “aquí tienes a tu madre”. Sentí que de la misma manera que le entregaste a Juan como hijo a María, así me entregabas a mí como hija bajo custodia de aquella mujer a la que ni siquiera conocía.
Me llevé tal susto en aquel momento que todo mi ser se rebeló ante la idea de entrar en una nueva comunidad que, además, desconocía por completo. Intentaba convencerte a Ti, Dios Omnisciente, de que se te habían pasado por alto algunos detalles, pero como no podía, entonces me convencí a mí misma de que aquello no tenía ni pies ni cabeza. Y me levantaba día tras día ignorando la verdad, engañándome a mí misma.
Sin embargo fuiste Tú, Señor, con brazo poderoso y mano extendida, quien salió de nuevo victorioso de ese forcejeo. Porque ¿adónde iré lejos de tu amor? ¡Hasta la ciudad de Tarsis te rinde tributo! Si escalo el cielo allí estás Tú y si bajo al abismo allí te encuentro. Jamás escapa el hombre de tus Manos.
Cuando acepté e hice mía tu voluntad sobre mi vida regresó a mí la paz perdida hacía muchísimo tiempo -tal vez porque estaba más en mí que en Ti- y colmaste mi alma de un gozo hondo y sereno. Me abandoné en tus manos, Señor, confiando en quienes discernían tu llamada y comencé a recorrer un nuevo camino, que era el antiguo, pero yo no lo sabía. Pues todas mis inquietudes poco a poco hallaban su cauce a medida que descubría con sorpresa la vida a la que Tú querías aventurarme.
Al fin, de la mano de María Inmaculada, entraré de rodillas en el Monasterio agustino de la Conversión junto a las hermanas que Tú me has regalado y confiado para tender hacia Ti, Dios mío, con un solo corazón y una sola alma, el alma de la Iglesia.
Y ahora, mi Señor Jesucristo, lo que busco no es tener una mayor certeza de Ti sino una mayor estabilidad en Ti…
“Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, gozar de la belleza del Señor contemplando su templo” (Salmo 27).