«El colla»

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Imagen por xalphas

(Día Internacional de las Poblaciones Indígenas)

El colla solía llegar una mañana,
diligente, pequeño y macizo,
con su ponchito café, su alforja grana
y su sombrerote cenizo.
Era cosa de ver
en su sandalia rústica su pie de mujer
que aquellas marchas tan grandes
había podido hacer;
pues venía del fondo de los Andes
de las tierras del Inca que decían estar
a no menos de un largo mes de mula de andar….

Iba vendiendo medicinas y magias…
y agallas contra las hemorragias….
Jaborandi, quina y estoraque;
Illas, que eran cabritas y llamitas de cobre,
que traían suerte para salir de pobre
y librar los rebaños de todo ataque….

Mientras sus cosas vendía,
cerrando la alforja con precaución avara
cada vez que sacaba una mercancía,
como si temiese que algo se le volara,
más de un curioso detrás de él se ponía
para ver si bajo el sombrero
llevaba siempre la trenza
que tal vez ocultaba por vergüenza
del comentario chocarrero.
Entonces advertíase la destreza prudente
con que, sin descuidar jamás
al que con él trataba de frente,
podía mirar para atrás
como el guanaco, naturalmente….

Hecha su venta al por menor,
sentábase en una orilla
del atrio de la capilla
donde nunca dejaba de rezar con fervor.
Y allá por largas horas, con lentitud de oruga,
mascullaba su coca, soñoliento
e indiferente al frío, al sol y al viento
que apenas fruncía sus ojos de tortuga.

Cambiaba en quichua un saludo
con algún santiagueño de su relación,
y después partía de la población
diligente, macizo y menudo.
A dónde sabría ir, que hubo menciones
de que una vez un mozo de Sumampa
fue a sacarlo por la estampa
en el Carmen de Patagones.
Y como nunca lo vimos de regreso,
al mismo correveidile
aseguró que volvía por Chile
poniendo sus tres años en todo eso.

Así se iba por la campiña abierta
a correr las tierras del mundo,
hasta que el horizonte profundo
cerrábase tras él como una puerta.
Y siempre se nos quedó trunca
la curiosidad de saber de qué modo
aquella alforja, nunca llena del todo,
tampoco se acababa nunca.1

¡Qué bien describe en versos esta escena el poeta argentino Leopoldo Lugones, rememorando los días de su niñez en la provincia de Santiago del Estero! ¡Y qué franca y compasiva su descripción del colla, que es el título que lleva este poema! Es que aquel vendedor ambulante procedente del Altiplano andino llevaba en su ser la misma estampa de la imagen de Dios su Creador que la que llevaban todos sus vecinos bolivianos, peruanos, chilenos y argentinos, así como la que llevamos todos los demás seres humanos.

Por eso Dios, quien nos creó a todos iguales,2 espera que nosotros, así como aquel colla, tampoco dejemos de orar con fervor, y que le pidamos que nos ayude a valorar y amar a todos los grupos étnicos, así como lo hizo su Hijo Jesucristo,3 y sobre todo a aquellos con los que nos resulta más difícil identificarnos.

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Leopoldo Lugones, «El colla», Poemas solariegos (1927), en El payador y antología de poesía y prosa (Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 1979), pp. 365-67.
2Gn 1:26-27; 5:1; 9:6; Jn 13:16; Ro 8:29; Gá 3:28
3Jn 3:16; Hch 10:34-35; Ap 5:9; 7:9; 14:6

Un Mensaje a la Conciencia

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