Una respuesta inmediata

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Imagen por Verde River

(Víspera del Día Internacional de la Salud) 

«El presidente [de Uruguay] Gabriel Antonio Pereira… miraba fijamente al doctor Teodoro Vilardebó, sentado frente a él, rígido, serio y ceñudo. Nadie más estaba con ellos en la sala desde la cual Pereira tomaba las decisiones concernientes al destino de esa pequeña República, que subsistía en un precario equilibrio entre la Confederación Argentina y el Imperio del Brasil. Entre ingentes esfuerzos por recuperarse de la impresión, Pereira susurró:

»—Fiebre amarilla.

»—Sí, señor presidente —dijo Vilardebó con tono neutro…. Creo que lo que tenemos aquí es el inicio de una epidemia, y no soy el único facultativo que opina así.

»Ahora el rostro de Pereira estaba cubierto por una máscara de pavor.

»—¿Qué se puede hacer? —susurró con voz gutural.

»Vilardebó sacudió la cabeza con gesto de impotencia….

»—¿Tiene algún remedio?

»—Muchos, pero ninguno que la comunidad médica internacional considere auténticamente eficaz…. Tal vez [pudiera] escribir a quienes fueron mis antiguos mentores en París…. Si en este año se ha desarrollado un nuevo conocimiento sobre las causas de la enfermedad y cómo combatirla, eso podría ayudarnos.

»—¿Y cuánto demoraría en tener respuesta?

»—Usted sabe la contestación a esa pregunta, señor presidente. Aun si la carta cruzara el mar en un vapor más veloz que los veleros tradicionales, no tendríamos respuesta sino hasta dentro de un par de meses.

»Pereira se puso en pie de un salto; caminó hasta la ventana, manos a la espalda, y contempló unos instantes la calle…. Se volvió a Vilardebó y le espetó:

»—En dos meses, Montevideo puede haberse convertido en un cementerio para toda su población.

»Vilardebó… clavó [los] ojos en Pereira:

»—Así es, en efecto —replicó.»1

Con ese aciago augurio narra el médico y profesor uruguayo Álvaro Pandiani, en su novela histórica titulada Columnas de humo, la llegada de la fiebre amarilla a Montevideo en marzo de 1857. Trágicamente la epidemia que desató habría de diezmar a la población de la ciudad hasta el mes de mayo, cobrando más de mil vidas. Una de éstas fue la del doctor Vilardebó mismo, quien luchó heroicamente hasta morir para brindarles alivio a las víctimas del flagelo.

 En cambio, el señor presidente sí se salvó, alejándose de la ciudad. «Si la plaga sigue recrudeciendo sin límite —había dicho—… partiré. Aún tengo un país que gobernar.»2

Gracias a Dios, en lo que respecta a la plaga del pecado que ha venido azotando a la humanidad desde que pecaron nuestros primeros padres, no tenemos que temer que Él pudiera contagiarse. Pues su Hijo Jesucristo, hecho hombre, no sólo venció el pecado sino la muerte misma, que es la paga del pecado. De modo que a cada uno de los que reconocemos que Él llevó el castigo de nuestro pecado al morir en la cruz por nosotros a fin de salvarnos, y le pedimos que nos dé el remedio, que es el perdón, Él no sólo nos perdona sino también nos da la vida eterna.3 ¡Y su respuesta es inmediata!

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Álvaro Pandiani, Columnas de humo (Nashville, Tennessee: Grupo Nelson, 2009), pp. 43-46.
2Ibíd., p. 147.
3Jn 3:16; Ro 6:23; 8:34; 1Co 15:3-8,20-27,51-57; 2Co 5:21; Fil 2:7-8; 1P 2:22; 1Jn 1:9

Un Mensaje a la Conciencia

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