«Unos tienen la fama»
Imagen por Tycho’s Nose
A escasos años de haber concluido su carrera, el ingeniero suizo Mauricio Koechlin fue contratado por una compañía constructora francesa. Desde el principio no hubo la menor duda de que aquel puesto le venía a Koechlin como anillo al dedo. Tanto es así que de un día para otro pasó a dirigir, por evidentes méritos propios, el gabinete de estudios del jefe. Nadie llegó a poner en tela de juicio esa decisión. Más bien, a medida que se iba desenvolviendo en aquella empresa, se iba comprobando la sabiduría de haberle confiado aquella responsabilidad. La prueba más contundente del ingenio de aquel hombre habría de ser el proyecto que emprendería su firma en el Campo de Marte de París para realzar la Exposición Centenaria de 1889 con motivo del centésimo aniversario de la revolución francesa. A la famosa construcción de hierro de 300 metros de alto que quedó allí como fruto de su talento creador, la bautizó la posteridad, con notoria injusticia, con el solo nombre del ingeniero propietario de la firma constructora, Gustavo Eiffel. De modo que hasta el día de hoy todo el mundo la conoce como la Torre Eiffel. Con razón que el paremiólogo español Luis Junceda la considera una sobresaliente ilustración del refrán que dice: «Unos tienen la fama, y otros cardan la lana.»1
Surgió una vez entre los discípulos de Jesucristo una discusión sobre cuál de ellos sería el más importante. Jesús los conocía a la perfección, así que aprovechó la oportunidad para enseñarles una lección muy valiosa. Primero les dijo: «Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» Luego llamó a un niño y lo puso en medio de ellos. Abrazándolo, les dijo: «Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, el que se humilla como este niño será el más grande en el reino de los cielos.»2 Parece que Jacobo y Juan no captaron bien esa enseñanza, porque algún tiempo después tuvieron el atrevimiento de pedirle al Maestro que les concediera que en su reino uno de ellos se sentara a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús les recriminó diciéndoles que no sabían lo que estaban pidiendo. Cuando los otros diez apóstoles se enteraron, con sobrada razón se indignaron contra sus dos compañeros. Una vez más Jesús aprovechó la ocasión para decirles: «El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos. Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.»3
Lo que importa, entonces, no es ser importante sino insignificante, no primero sino último, no jefe sino servidor, no famoso sino desconocido, no grande sino pequeño. En vez de empeñarnos en tener la fama, debiéramos afanarnos por cardar la lana, si es que de veras tenemos el propósito de entrar en el reino de los cielos. Asegurémonos de que nuestro nombre aparezca en el libro de la vida. Los demás libros no tienen mayor importancia.
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1 | Luis Junceda, Del dicho al hecho (Barcelona: Ediciones Obelisco, 1991), p. 164. |
2 | Mr 9:33-36; Mt 18:1-3 |
3 | Mr 10:35-45 |