Creados para saltar a la vista de todos
Imagen por Bill Higham
Enrique Leyer contempló con tristeza una escena que lo conmovió profundamente. Un gran camión de carga transportaba doce caballos que iban al matadero porque ya no servían para correr. A Enrique le llamó la atención uno de los caballos, y el dueño se lo vendió por unos treinta dólares.
Aunque no le había costado mucho, Enrique comenzó a cuidar de su caballo con mucho esmero. Cuando le dio su primer baño, se dio cuenta de que el noble animal tenía pelo blanco y reluciente, así que decidió llamarlo «Nieve». Pero Enrique tenía un gran problema. No lograba mantener al caballo en el corral. Siempre se le escapaba saltando los cercos, hasta los más altos.
Un día, Enrique llevó al caballo a un entrenador. Cuando el hombre lo vio saltar, reconoció que era un gran caballo, así que aceptó entrenarlo. A los pocos meses de preparación, fue tan sobresaliente la destreza de Nieve que comenzó a competir en concursos hípicos de salto. De ahí que se fuera incrementando su valor y que fuera vendido y comprado por diferentes dueños a los que les rindió cada vez más utilidad. ¡Con decir que la última cifra por la que se vendió aquel extraordinario animal fue cien mil dólares, el mismo caballo que había sido vendido inicialmente por sólo treinta dólares!
Este curioso caso nos hace reflexionar sobre nuestro propio valor. ¿Qué vemos cuando nos imaginamos lo que pudiera ser nuestra vida sin Cristo como dueño? ¿Vemos a un pobre, decepcionado porque los demás lo tratan como si no valiera nada? ¿Vemos a un drogadicto o a un borracho, imbuidos en todo lo que ofrece el mundo? ¿Vemos a un ladrón que tiene que robar para alimentar su vicio? ¿Vemos a un infeliz a quien nadie quiere y que no es más que una vergüenza para la sociedad? Ese pudiera ser el caso nuestro.
Gracias a Dios, lo que ha marcado la diferencia en muchos de nosotros es el haberle dado entrada a Cristo en nuestro corazón, permitiéndole que cambiara nuestra vida por completo. A raíz de esa trascendental decisión, las ambiciones que tenemos ahora, las tenemos porque Él nos las dio; la paz que tenemos en el corazón, la tenemos porque Él nos la dio; y el gozo y la satisfacción que hoy sentimos, los sentimos porque Él nos los dio. En fin, sabemos a ciencia cierta que, sin Cristo en el corazón, fácilmente podríamos ser las más desdichadas de todas las personas.
Hagamos dueño de nuestra vida a Aquel que nos creó con la capacidad de saltar a la vista de todos. Él ya nos compró por el precio más alto posible: el de su propia sangre vertida para salvarnos de la muerte eterna. A sus ojos, tenemos un valor incalculable.
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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