El padre celestial de los incas
Imagen por LEPLA
Durante el reinado del emperador Túpac Inca Yupanqui, llegó a su apogeo el imperio de los incas. Se extendió hacia el norte hasta abrazar a Quito y llegar al sur de Colombia; hacia el oeste hasta el valle de Rímac, donde habría de fundarse la ciudad de Lima; hacia el este hasta más allá del lago Titicaca en la serranía de Bolivia; y hacia el sur hasta el río Maule, donde los araucanos de Chile finalmente detuvieron el avance de los guerreros incaicos. Cuando murió Túpac Yupanqui en 1493, su imperio abarcaba doscientos treinta y tres mil kilómetros cuadrados y se extendía cuatro mil kilómetros desde Colombia hasta Chile. ¡Con razón que se le considera uno de los grandes conquistadores y forjadores de imperios en la historia!
A esa extensión geográfica la había acompañado una apertura religiosa en la clase gobernante de los incas. Tal vez debido a las especulaciones teológicas de sus sacerdotes, había surgido el concepto de una nueva y omnipotente deidad. Según esa nueva doctrina, el sol, de quien el emperador inca era hijo y recibía su naturaleza divina, no dejaba de ser divino, pero sí dejaba de ser el supremo y todopoderoso dios. Había un dios más poderoso y más grande que el sol, y su nombre era Viracocha o Pachacámac, creador del universo —que incluye el sol, la luna y las estrellas— y autor de la vida.
Esa nueva visión teológica llegó a ser una solución conveniente al argumento lógico planteado por Túpac Yupanqui en cuanto al sol, argumento que cita el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales de los incas. Esto fue lo que dijo el emperador, que era la máxima autoridad religiosa: «Muchos dicen que el Sol vive y que es el hacedor de todas las cosas; conviene que el que hace alguna cosa asista a la cosa que hace, pero muchas cosas se hacen estando el Sol ausente; luego, no es el hacedor de todas las cosas; y que no vive se colige de que dando siempre vueltas, no se cansa: si fuera cosa viva se cansara como nosotros, o si fuera libre llegara a visitar otras partes del cielo, adonde nunca jamás llega. Es como una res atada, que siempre hace un mismo cerco; o es como la saeta que va donde la envían y no donde ella querría.»1
De modo que poco antes de la llegada de los españoles al nuevo mundo, la nobleza inca se había predispuesto a una nueva doctrina. Se había desengañado del sol, pero no del todo, pues le convenía que el pueblo siguiera venerando al emperador como hijo de un sol divino al que le rendían culto. Lamentablemente esos incas no llegaron a conocer al único Dios verdadero, el Padre celestial que se asemeja al concepto que ellos tenían de Viracocha, pero que ha dispuesto que todos seamos hijos suyos.2 No comprendieron que Él envió a su único Hijo al mundo, no para dominarnos y juzgarnos sino para humillarse y salvarnos, no para conquistarnos sino para libertarnos, y no para reinar sobre nosotros sino para reinar en nuestra vida;3 pues si así lo hubieran comprendido, habría sido distinto el desenlace de nuestra historia.
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1 | Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los incas, Tomo III (Lima: Editorial Universo), p. 98; y Luis Martín, The Kingdom of the Sun (New York: Charles Scribner’s Sons, 1974), pp. 6‑19. |
2 | Jn 1:10‑12 |
3 | Jn 3:16‑17; 8:31‑36; 18:36‑37; Fil 2:5‑11 |