«El tiempo de mi partida»

(Antevíspera del Día Internacional del Abuelo en El Salvador)

«… La salud del abuelo me preocupaba, pues desde que llegué [del colegio en] Santa Ana dos meses antes, comprendí que el anciano estaba enfermo de gravedad.

»Don Felipe era terco, y ni médicos ni parientes lograban meterlo en la cama; pero el pobre —que había sido siempre tan buen gastrónomo— sólo podía comer bocados sin condimento y beber agua pura y filtrada. Había adelgazado tanto que me hacía pensar en un desinflado bolsón de cuero….

»Aún gozaba el sueño de la mañana cuando llantos y lamentaciones me arrancaron mi descanso. Me vestí tan pronto como pude y, sabiendo por intuición lo que había ocurrido, busqué la puerta de la sala, donde parientes y criados se estaban aglomerando.

»Ya el viejo estaba tendido en el centro del salón, sobre una mesa cubierta de trapos negros. Vestido con su traje de paño fino, rasurado, calzado y con leontina de oro sobre el pecho, en su rostro de hombre bueno había ahora una cabal expresión de tranquilidad. Parecía que de pronto se hubiera sentido libre de sus dolores; que cerraba los párpados por puro antojo, para abrirlos dentro de pocos minutos frente a nosotros, a fin de contemplar las cosas suyas con su acostumbrada mirada de afecto. Me senté en un taburete que estaba colocado en un rincón y quedamente empecé a llorar… El anciano había sido mi amigo desde siempre; él me enseñó a montar a caballo y a nadar en las pozas; alegremente me llevó por los suaves caminos o por la verde altura de las lomas; de su mano recibí la tierra de nuestros mayores y por gracia de su sangre supe quererla con todo el corazón.

»Por primera vez en mi vida pasé la noche cerca de un cadáver. Eran las últimas horas al lado del abuelito, y yo deseaba consagrarle cada minuto de ellas.

»¡No… no lo había perdido por completo!… Lo que juntos vivimos en cordial compañerismo estaba dentro de mi pecho como riqueza del alma, y presentía que alguna vez —más tarde— yo iba a recoger esa riqueza oculta, para entregarla a los demás en un regalo singular.»1

Así relata sus últimas memorias de su abuelo la poetisa salvadoreña Claudia Lars en su obra Tierra de infancia. A la postre, éstas habrían de ser algunas de las primeras memorias que influirían en su soneto titulado «Algo sobre la muerte», que ella escribió dos años antes de su propia muerte. El segundo cuarteto dice así:

No tengo miedo, no. Mi vida entera
fue lúcida experiencia en aventura
de un tiempo de dulzura o amargura
que debe terminar cuando yo muera.2

Así como la vida de Claudia y la de su abuelo, también la nuestra inexorablemente ha de terminar en la muerte, luego de experimentar tiempos de dulzura y tiempos de amargura. Quiera Dios que los tiempos de dulzura sean largos y que los tiempos de amargura sean cortos, y que debido a que nos hayamos preparado cabalmente para ese momento, no tengamos miedo cuando llegue, sino que podamos decir al igual que el apóstol Pablo: «El tiempo de mi partida ha llegado. He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe. Por lo demás me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día…»3

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Claudia Lars, Tierra de infancia (San Salvador: UCA Editores, 1987), pp. 188‑90.
2Ibíd., Prólogo de Francisco Andrés Escobar, diciembre 1986, 1a. ed., pp. 13‑14.
32Ti 4:6-8

Un Mensaje a la Conciencia

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