Gestos admirables

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Imagen por Tom Haymes

Sucedió durante la Guerra Civil española. En un campo de prisioneros republicanos se descubrió una conspiración para acabar con los guardianes y emprender la fuga. Sin embargo, no se sabía quién era el jefe de los rebeldes, así que se efectuaron los interrogatorios de rigor para descubrirlo. No bien había comenzado el proceso cuando uno de los prisioneros interrumpió voluntariamente el interrogatorio de su compañero en armas y se identificó como el organizador de la rebelión. Con fervor justificó sus acciones, pero no logró más que encender las pasiones contrarias, y lo condenaron a muerte.

Cuando lo llevaron ante el paredón, le ofrecieron los últimos auxilios espirituales y la tradicional venda para los ojos, pero rechazó ambas ofertas. Sin embargo, cuando el teniente al mando del pelotón se dispuso a dar la voz de ¡fuego!, el condenado levantó la mano y dijo:

—Un momento, por favor.

El oficial bajó el sable.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Has cambiado de idea? ¿Quieres confesarte?

—No es eso —respondió con calma el prisionero—. Lo que quiero es advertirle que el tercer fusil empezando por la izquierda tiene un taco en el cañón, y puede ocurrir una desgracia.

Lo justo hubiera sido perdonarle la vida, pero lo fusilaron de todos modos. El oficial que dio la orden lo explicó en estos términos: «En esa guerra no se valoraban tanto los gestos aunque fueran tan admirables como éste.»1

Aunque a muchos les cueste creerlo, así como en la Guerra Civil española no era determinante el valor de los gestos, tampoco lo es en la guerra espiritual que se libra en cada corazón. Los gestos de lealtad, de fervor patriótico y de valor que se admiran en la guerra física surten el mismo efecto que los gestos de sinceridad, de buenas obras y de penitencias en la guerra espiritual. A pesar de lo admirables que son, ni la oposición sincera, ni las obras de caridad ni los esfuerzos humanos pueden salvar la vida espiritual de nadie.

Para los españoles que lucharon en la Guerra Civil, la rebelión se castigaba con la pena de muerte. No había más que discutir ni más que hacer. Eso mismo ocurre en el campo de batalla espiritual. En ese terreno el mariscal es Dios, y es Él quien ha determinado las consecuencias de la rebeldía espiritual. A esa rebeldía la llama simplemente «pecado», y ha establecido que la paga del pecado es la muerte.2

Sin embargo, en la justicia divina hay una salida a la que Dios llama «salvación». El pecado irremediablemente lleva a la muerte, pero la muerte no es irremediablemente la del pecador: puede ser la de Alguien que tome su lugar. Fue así como Dios preparó el remedio para el pecado: envió a su Hijo Jesucristo al mundo para que fuera condenado a la muerte y tomara el lugar del pecador. Cristo fue al paredón por nosotros cuando murió en la cruz por nuestros pecados. Más vale que reconozcamos ese supremo gesto admirable y aceptemos la vida eterna que nos ofrece a cambio de la muerte segura que merecemos.3

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Fernando Díaz-Plaja, Anecdotario de la Guerra Civil española (Barcelona: Plaza & Janés, 1995), pp. 120‑21.
2Ro 6:23a
3Jn 3:16; 2Co 5:21; Ro 6:23b

Un Mensaje a la Conciencia

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