La respuesta divina a la reencarnación
Imagen por Rotherz67
Dios estaba soñando, y cuando Él soñaba, sucedían cosas maravillosas. Si soñaba con la comida, la producía y daba de comer. Si soñaba con la vida, la originaba mediante el nacimiento.
Mientras soñaba, entonaba una canción y tocaba sus maracas. Se sentía feliz, envuelto en una nube de humo de tabaco, de duda y de misterio. En el sueño apareció un gran huevo brillante. Dentro del huevo cantaban, bailaban y hacían mucho alboroto la mujer y el hombre porque no aguantaban las ganas de nacer. Felizmente para ellos, la alegría de Dios venció la duda y el misterio, así que nacieron mientras Él cantando decía: «Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira.»1
Ese era el concepto que los indios makiritare tenían de la creación. De ahí que creyeran en la reencarnación, como tantos otros pueblos en la historia humana. ¿Cuál será la fascinación que encierra la doctrina de la reencarnación? Seguramente el deseo innato que cada uno de nosotros tiene de vivir para siempre. El solo creer que hemos de nacer y morir una y otra vez nos hace inmortales a nuestro juicio y a nuestra manera. Es como una vida eterna con varias muertes que no son más que interrupciones en un ciclo perpetuo de vida y muerte.
Lo cierto es que Dios siempre ha estado muy consciente de ese deseo nuestro, pues fue Él quien nos creó así. Cuando nuestros primeros padres le desobedecieron y recibieron el prometido castigo de la muerte como consecuencia, la muerte, lejos de ser mentira, llegó a ser una verdad ineludible.2 Por eso Él diseñó un plan para que pudiéramos volver a vivir: dispuso milagrosamente que su Hijo Jesucristo naciera como uno de nosotros y muriera en nuestro lugar, llevando sobre sí nuestro pecado.3
Dios había establecido que cada ser humano necesariamente habría de nacer y morir una sola vez en lo físico.4 Ahora cada uno podría también morir simbólicamente y renacer espiritualmente. El que optara por morir al pecado5 y nacer de nuevo como hijo adoptivo de Dios, aceptando el sacrificio de Cristo en su lugar, se haría acreedor a la vida eterna,6 sin interrupción alguna.
Con su encarnación, Cristo despojó de toda razón de ser a la reencarnación, pues ya no era necesaria para volver a vivir. Felizmente para nosotros, basta con que nos apropiemos del misterio de su divino plan7 y lo hagamos realidad en nuestra vida para que Él diga, cantando de alegría: «Rompo las cadenas del pecado y nacen de nuevo el hombre y la mujer. Y juntos viviremos eternamente.»
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1 | Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos (Madrid: Siglo XXI Editores, 18a. ed., 1991), p. 3. |
2 | Gn 3:1‑19 |
3 | Is 53:1‑12; 1P 2:24 |
4 | Heb 9:27 |
5 | Ro 8:13 |
6 | Jn 3:1‑17 |
7 | Ef 3:1‑11 |