«Ni quito ni pongo rey»

(6 de enero: Día de los Reyes)

Cuenta la historia, a modo de leyenda, que sucedió en las cercanías del Castillo de Montiel, en la Ciudad Real de España, el 23 de marzo de 1369. Dentro de la tienda de campaña del capitán francés Beltrán du Guesclin se encontraron Pedro I el Cruel (también llamado el Justiciero) y su hermanastro Enrique de Trastámara, conocido como el Bastardo. El encuentro entre los dos pretendientes al trono de Castilla culminó cuerpo a cuerpo, trabados en una lucha a muerte. En el curso de la pelea Pedro derribó a Enrique y desenfundó su espada para matarlo, pero en eso intervino Beltrán, que era comandante en jefe de las llamadas Compañías Blancas que servían los intereses de Enrique. Sin más ni más aquel mercenario francés sujetó a don Pedro para que su rival Enrique pudiera apuñalarlo, no sin antes pronunciar las palabras que llegarían a ser famosas: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor.» Gracias a la ayuda del francés Beltrán du Guesclin, Enrique de Trastámara degolló a su hermanastro y así llegó a ser nombrado rey con el nombre de Enrique II. La historia habría de recordarlo como «el de las Mercedes» debido a los muchos favores que les concedió a los miembros de su camarilla.

De ahí el refrán que dice: «Ni quito ni pongo rey», que se limita a la primera parte de la frase histórica de la que procede. En tono cínico, el dicho se emplea para expresar la necesidad que se tiene para ayudar o favorecer a una persona, cualesquiera que sean el motivo y las consecuencias de tal ayuda.1

Eso mismo pudo haberle dicho al rey Herodes cualquiera de los tres sabios del Oriente, a quienes la tradición llama reyes magos, si hubiera tenido que explicarle sus acciones al malvado monarca después de adorar al Niño Dios. Lo cierto es que los sabios llegaron a Jerusalén y se enteraron en la corte de Herodes de que el futuro rey de los judíos había de nacer en Belén de Judea. Pero los reyes magos no volvieron a Jerusalén para avisarle a Herodes que habían encontrado al niño Jesús, tal como él les había pedido, porque se les había advertido en sueños de que no lo hicieran, sino que regresaran a su tierra por otro camino.2

Cuando Herodes se dio cuenta de lo sucedido, mandó matar a todos los niños menores de dos años en Belén y en sus alrededores, a fin de asegurarse de eliminar al tal aspirante al trono. Pero un ángel del Señor ya se le había aparecido en sueños a José, el padre de Jesús, y le había advertido que debía huir a Egipto porque Herodes iba a buscar al niño para matarlo.3 Fue así como se frustraron los planes del rey de Judea, y se llevaron a cabo los planes del Rey del universo. Los sabios del Oriente ni quitaron ni pusieron rey, pero ayudaron a su señor, el Señor de señores. Tal parece que ellos contemplaron lo que no llegaron a comprender ni Herodes al principio ni Pilato al final de la vida de ese niño: que el reino de aquel rey de los judíos no era de este mundo,4 ya que Jesucristo no había venido al mundo para imponer su voluntad y reinar sobre un trono, sino para reinar en el corazón de todo el que voluntariamente lo coronara rey de su vida.

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), p. 282‑83; Alberto Buitrago Jiménez, Dichos y frases hechas (Madrid: Espasa Calpe, 1997), pp. 269‑70; y Luis Junceda, Del dicho al hecho (Barcelona: Ediciones Obelisco, 1991), pp. 52‑53.
2Mt 2:1‑12
3Mt 2:13‑18
4Jn 18:33‑38

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