«¡Paren, señores, paren!»

«Una tarde, [cuando tenía unos seis años,] mientras la feria… se desenvolvía con sus ruidos y colores, mi prima llegó a donde mi abuela:

«—Mamaíta Tulita… ¿me presta al niño?… Es que quiero llevarlo a las ruedas….

»Mi abuela… contestó:

»—Pero en la Chicago no me lo vayan a encaramar, porque de ahi se desbarranca.

»Tres esquinas más allá, estaba el enamorado de la prima [esperándola]….

»La feria era una maravilla…. Allí había… pupusas, pasteles, atoles, yuca sancochada, yuca frita, ponche… Y… en el contorno cuadrado del parque, los caballitos, las voladoras, la Chicago, el gusano, los carros locos y la ola giratoria… hacían de aquel lugar un pequeño país de mentira.

»Comimos chucherías, bebimos frescos, nos subimos a la ola giratoria… y…  después abordamos la Chicago. ¡Allí fue el drama!

»Mi prima y su amado se [apretujaron] el uno contra la otra, y a mí me pusieron en el extremo del reducido asiento, sin más apoyo y socorro que el pequeño barrote de madera que servía de seguridad y sostén.

»Al principio todo iba en calma. Los asientos subían y bajaban, y uno podía ver el panorama que crecía con amplitud en la ascensión y luego se iba reduciendo en el descenso. De pronto, la velocidad del aparato [aumentó] y lo que en un principio para mí fue gusto, se convirtió luego en un horror inmanejable. Las vueltas se sucedían una tras otra con vértigo, los asientos se bamboleaban, y la gente, entusiasmada o aterrorizada, daba alaridos…. Yo no paraba de gritar, a galillo abierto:

»—¡¡Pareeen, señores, pareeeeennn!!

Y trataba de aferrarme a la prima y a su caballero; pero ellos, indiferentes a la velocidad y a mi horror, permanecían atrapados en un prolongadísimo beso que sólo interrumpían para tomar aliento.

Al final del martirio, me bajé pálido, sudoroso, mareado, con fiebre. Cuando… la prima vio mi lamentable condición, se afligió.

»—No le vayas a decir a mamaíta Tulita que te subimos a la Chicago, oís. Yo le voy a decir que fue un fresco de ensalada el que se te cayó en la ropa. Te vamos a dar peseta…

»Los miré con malevolencia.

»—¡Un colón…! —exigí.

»Mi prima se le quedó viendo al amado; y el escuálido caballero no tuvo más remedio que sacar un billete de a uno que, para arreciar mi desquite, exigí que fuera de los nuevecitos.»1

Esta simpática anécdota que nos cuenta el escritor salvadoreño Francisco Andrés Escobar en su obra titulada El país de donde vengo nos recuerda lo que suele suceder cuando desobedecemos órdenes superiores y nos empeñamos en salirnos con la nuestra. En realidad, aquella prima del autor no hizo más que seguir el ejemplo de nuestros primeros padres, quienes optaron por desobedecer las órdenes explícitas que les había dado Dios. Pero Adán y Eva, a diferencia de la prima y su novio, sufrieron las consecuencias, incluso el destierro del jardín del Edén, que era mucho más atractivo que un parque de diversiones o una feria.2 Más vale que obedezcamos los mandamientos de Dios y evitemos así merecer tales consecuencias, no sea que en el día del juicio nos veamos en la lamentable condición de ser desterrados del paraíso celestial, que es aún más atractivo que el jardín del Edén.

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Francisco Andrés Escobar, El país de donde vengo (San Salvador: UCA Editores, 2006), pp. 249-52.
2Gn 2:8–3:24

Un Mensaje a la Conciencia

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