«Quien quiera el ojo sano»

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Imagen por oneroadlucky

Enfermó un hombre de un ojo,
y tanto su mal creció
que de aquel ojo cegó,
si no lo [tenéis] por enojo.

Con el ojo que de nones
le vino a quedar, pasaba,
y veía lo que bastaba
sin curas, agua ni unciones.

Mas como uno le dijese
que, si la vista desea,
al Cristo de Zalamea
devoto y contrito fuese,

donde por diversos modos
el cojo, el ciego, el mezquino,

con el aceite divino
de todo mal sanan todos.

Él al punto… partió,
con [el] fin de desentuertar,
al soberano lugar;
y apenas en él entró

cuando a la lámpara parte,
y tanto el aceite agota
que [ambos] ojos se frota
por una y por otra parte.

El ojo que bueno estaba,
con el contrario licor,
sintió tan fuerte dolor
que del casco le saltaba.

Y en fin, sin remedio alguno,
hubo de venir a estado
que de allí a una hora el [desventurado]
ya no veía de ninguno.

Al Cristo entonces… fue…
y… con más cólera que fe,
a grandes voces decía:
—¡Señor a quien me consagro,
ya no quiero más milagro,
sino el que yo me traía!!

Cesó el dolor, y al momento,
contento de hallar su ojo,
se volvió sin más antojo
de milagro.

Estos simpáticos versos del romancillo Mal de ojo del poeta español Pérez de Montalbán nos recuerdan el sabio refrán: «Todo pica para sanar, menos los ojos, que pican para enfermar.» De allí el refrán que dice: «Quien quiera el ojo sano, átese la mano.»1

Todos sabemos por experiencia que cuanto más nos frotamos los ojos cuando nos pican, más nos arden. Lo que desconocemos muchos es que, de igual manera, cuanto más nos frotamos el alma cuando está enferma de culpa, más culpables nos hacemos. El alma nos la frotamos cada vez que procuramos salvarla mediante nuestras propias obras, tales como las de caridad. Así hacemos caso omiso de la enseñanza de San Pablo a los efesios, a quienes les dice claramente que es por gracia que hemos sido salvados mediante la fe, y que esto no procede de nosotros sino de Dios, no por obras para que nadie se jacte.2 Y así nos hacemos culpables de menospreciar ese don incomparable de Dios, que es la gracia por la cual nos salva. Cuando nos empeñamos en merecer la salvación mediante las buenas obras, creemos que tenemos de qué jactarnos. ¡Y Dios nunca ha tolerado la soberbia! Por algo será que diseñó un plan que no contempla la posibilidad de salvación por méritos propios, sino sólo por los méritos del único que jamás pecó, nuestro Señor Jesucristo. Él cargó con nuestra culpa para que nosotros, al confesarla, tengamos en quién descargarla.

«Quien quiera el alma sana, átese las buenas obras» y acepte la gracia salvadora que Dios le ofrece sólo por los méritos de Cristo su Hijo. Deje de frotarse el alma, y clame más bien:

¡Señor a quien me consagro,
ya no quiero más milagro,
sino el que tú hiciste
en la cruz donde moriste!

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Luis Junceda, Del dicho al hecho (Barcelona: Ediciones Obelisco, 1991), pp. 62-64.
2Ef 2:8-9

Un Mensaje a la Conciencia

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