Sobre las alas de un zopilote
Imagen por violetknows
Las aguas del diluvio habían convertido en un pantano el valle de Oaxaca. Pero allí un puñado de barro cobró vida y comenzó a caminar. Lo hizo muy despacio, con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos. No se iba a perder nada de lo que el sol hacía renacer en el mundo.
Al rato llegó a un lugar que apestaba, y vio un zopilote devorando cadáveres.
—Llévame al cielo —le pidió—. Quiero conocer a Dios.
Mucho se hizo rogar el zopilote. Estaban deliciosos los muertos. La cabeza del animal pedigüeño se asomaba para suplicar, y volvía a esconderse porque no soportaba el hedor.
—Tú, que tienes alas, llévame a cuestas —le imploraba.
Fue tanta la insistencia que el zopilote abrió sus enormes alas negras, dejó que el impertinente animal se acomodara en su espalda, y emprendió vuelo.
A medida que atravesaban las nubes, el ingrato pasajero mantenía la cabeza escondida y exclamaba:
—¡Qué feo hueles!
El zopilote se hacía el sordo.
—¡Qué olor a podrido! —volvía a quejarse el desagradecido viajero.
Así continuaron hasta que el pobre pajarraco perdió la paciencia y se inclinó repentinamente, arrojando a tierra a su quejumbroso acompañante.
Si no murió del susto el patitieso volador, debió haber muerto del golpe que sufrió al estrellarse en una roca, pues lo que lo salvó se hizo pedazos. Pero Dios bajó del cielo y con gran maestría juntó los pedacitos, dejando que aquellos remiendos en el caparazón le sirvieran de recuerdo.1
No es de extrañarse que, en este simpático mito indígena de la América precolombina, la tortuga anhelara ir al cielo. Eso lo desea todo el mundo, hasta los seres imaginarios. Ni debiera sorprendernos el que la tortuga pensara que hay que ir al cielo para llegar a conocer a Dios. Si Dios tiene su morada en el cielo, ése es el sitio lógico donde encontrarse con Él. Lo curioso de este caso es más bien el medio que se ingenió la tortuga para lograrlo: montada en un ave de rapiña. Pero ni aun eso debiera extrañarnos si lo comparamos con los medios que los seres humanos somos capaces de emplear en nuestra búsqueda de Dios.
Algunos intentamos conocerlo mediante las buenas obras, pensando que así ganamos su aprobación. Otros hacemos penitencias y repetimos interminables rezos convencidos de que así Él se ve obligado a premiar nuestra abnegación. Pero el único medio válido de llegar a la presencia de Dios en el cielo es Jesucristo su Hijo, y para conocer al Padre tenemos que conocer al Hijo y aceptarlo como nuestro Salvador.2 Los que hemos puesto todo nuestro empeño en llegar a conocer a Dios a nuestro modo podemos, no obstante, cobrar ánimo. No importa que hayamos sufrido, cual mitológica tortuga, una tremenda caída en el camino. Porque Dios está dispuesto a bajar del cielo y juntar todos los pedacitos de nuestra vida, y remendar ese caparazón que es nuestro corazón.
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1 | Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), pp. 19-20. |
2 | Jn 14:6-7 |