Un plan para la prevención del contagio

(Antevíspera del Día del Médico Ecuatoriano)

A mediados de 1785 una epidemia de sarampión diezmó a la Audiencia de Quito. Murieron entre tres mil y ocho mil de sus habitantes, que apenas llegaban a 300 mil en total y a menos de 85 mil en la capital y sus pueblos vecinos. De modo que cuando llegó a Quito el informe que, por orden del rey, había preparado el cirujano Francisco Gil, de la Real Academia Médica de Madrid, para proteger de las viruelas a España y a todas sus colonias, el Cabildo no tardó en pedirle al brillante médico Eugenio Espejo que formulara un plan para la prevención del contagio de las viruelas entre los quiteños. El doctor Espejo, a su vez, no tardó en publicar sus Reflexiones acerca de las viruelas. Y el doctor Gil, por su parte, se llevó tan buena impresión de aquellas Reflexiones de su colega Espejo que las incluyó como apéndice en la segunda edición de su obra.1

«Una epidemia, cualquiera que sea, es un soplo venenoso que, sin perdonar condición alguna humana, influye en todos los cuerpos malignamente, y trae la muerte y ruina de todos —escribe Espejo—. Estamos hoy día llorando la que ha causado, y está por causar con sus horribles efectos, el sarampión. Esta epidemia, en todas partes y casi siempre benigna, ha traído consigo el luto y la desolación a esta provincia. ¡Oh, y cómo la hubiéramos prevenido, cortado y exterminado…! … Todo se habría libertado con la mayor facilidad al solo beneficio de separar, muy lejos del poblado, los poquísimos contagios que aparecieron al principio….

»Ahora, pues, el sarampión, por maligno que sea, no mata a tantos como mata la epidemia más benigna de viruelas…. Antes de todo es preciso que el pueblo esté bien persuadido [de] que las viruelas son una epidemia pestilente…. Acá [nuestras] gentes parece que están en la persuasión de que es un azote del cielo que envía a la tierra Dios en el tiempo de su indignación. Por lo mismo… creen que no lo pueden evitar por la fuga, y que es preciso contraerlo o padecerlo como la infección del pecado original; impresión perniciosa, que las vuelve [reacias] a tomar los medios de preservarse…. Es casi indudable que la viruela es enfermedad contagiosa, y que se logra la preservación de ella evitando la vista, [el] trato y [la] comunicación de los virolentos, de su ropa y utensilios», afirma Espejo.2

En sus Reflexiones, Espejo también propone inoculaciones y otras medidas sobre la higiene pública y personal, y demuestra ser un pionero de la bacteriología en las Américas, ya que la causa de las enfermedades epidémicas que asolaban a Quito la atribuye a «atomillos vivientes», «corpúsculos tenues» o microbios que «el microscopio ha descubierto [como] un nuevo mundo de vivientes que se anidan proporcionalmente en todas las cosas».3 Gracias a Dios, aquel adelantado médico ecuatoriano del siglo dieciocho reconocía lo que a muchos en el siglo veintiuno aún les falta reconocer: que Dios, como nuestro Padre celestial, no es quien nos envía lo malo e imperfecto, sino quien, si se lo pedimos, «nos da todo lo bueno y todo lo perfecto».4

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Carlos Paladines, «La epidemia de las viruelas 1785 y el Coronavirus (Covid-19) 2020», Jornada Histórico-Científica, Facultad de Ciencias Médicas, versión actualizada marzo 2020, pp. 1,5-6 <https://www.alianzaestrategica.org/publicaciones> En línea 1 febrero 2021.
2Eugenio Espejo, «Reflexiones acerca de las viruelas» (1785), pp. 361,355-56,368,371-72 Escritos del Doctor Francisco Javier Santa Cruz y Espejo, Tomo 2 (Quito: Imprenta Municipal, 1912), pp. 341-522 <http://repositorio.casadelacultura.gob.ec//handle/34000/898> En línea 6 agosto 2020.
3Ibíd., pp. 372,396-97,463-64,480; Paladines, p. 11.
4Mt 7:11; Stg 1:17 (TLA)

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