Herencia

Para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros. 1 Pedro 1:4.

A Marcelo no le gusta esperar; creo que a nadie le gusta. El ser humano es apresurado por naturaleza. La paciencia es virtud de pocos. Y, sin embar­go, Dios desea desarrollar, en sus hijos, la paciencia: el arte bendito de esperar.

Las mejores cosas de la vida no las encuentras en un par de días. Si plantas una semilla de naranjero, tendrás que esperar tres o cuatro años a fin de sabo­rear su delicioso fruto.

Marcelo cree que la vida es corta como para “desperdiciarla” esperando. Vive una vida alocada y sin restricciones; anhela devorar con los ojos todos los placeres del mundo. Y sufre. Porque la vida está hecha de tiempo; y el tiempo demora en pasar.
Piensa en el amor con que la madre espera, ansiosa, la llegada del hijo que carga en su vientre. Habla con él como si ya pudiese entender las cosas; dialo­ga, le pide opiniones, como si el bebé fuese un adulto que pudiese responder. Es que, para la madre, el niño ya existe aunque todavía no haya nacido.

Eso es, justamente, lo que Dios desea que suceda con los seres humanos. Nos habla de herencia; algo que no se deteriora, no se contamina y no se acaba jamás, pero que todavía está en los cielos.

No la puedes tocar, pero la puedes ver con los ojos de la fe. La puedes ima­ginar, añorar y esperar, sabiendo que las promesas divinas nunca fallan.
Dios sabe que la fuerza de la esperanza es lo que da valor, al ser humano, para enfrentar los peligros del camino mientras todavía no llegamos al hogar.
Por eso, haz de hoy un día de esperanza. Cierra los ojos, e imagina esa he­rencia incorruptible e inmarcesible que te espera en los cielos.

Marcelo dice: ¿Para qué quiero cielos si estoy en la tierra? Sí, Marcelo, tú estás en la tierra; pero, aunque no lo creas, esta tierra es pasajera: acaba como acaba el día. Se va, como se van los años y la juventud. Y ¡ay de aquel que solo vivió para el presente!
El futuro puede parecer distante. Pero llega. Escríbelo en las tablas de tu co­razón y, mientras ese día no llega, recuerda que es necesario prepararse “para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros”.

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