Quiero

“Mira mi aflicción y mi trabajo y perdona todos mis pecados”(Salmo 25:18).

Los tiempos bíblicos no son los únicos en los que había lepra. Todavía hoy es una enfermedad común en muchos países, en especial los de clima templado, tropical y subtropical. Además de producir profundas úlceras y grandes bultos que causan graves deformidades, la lepra causa daños neurológicos en los brazos y las piernas. Las personas que hace tiempo están enfermas de lepra pueden perder manos y pies porque, cuando sufren una herida, no se percatan de ello.
El pecado es la lepra del alma. Si no recibe tratamiento, comenzamos a volvernos insensibles, tanto al mal como al bien. En otras palabras, el mal no parece tan repugnante y el bien no es tan atractivo. Nos adormecemos y perdemos la capacidad de sentir. Esta situación es más temible que cualquier en­fermedad.
Reconforta saber que podemos acercarnos a Jesús, el Gran Médico, sabiendo que, si quiere, puede purificarnos. No hay pecado, por grave que sea, que él no pueda perdonar. No hay tentación, por fuerte que sea, que sea invencible para su gracia.
Al acercarnos a Jesús es necesario que imploremos su piedad. No podemos exigirla como si de una deuda se tratase, sino como un favor: “Señor, si esa es tu voluntad, me echo a tus pies y, si perezco, que sea así”.
La respuesta de Cristo a la súplica del leproso estaba llena de ternura. Ex­tendiendo la mano, lo tocó. A pesar de que la lepra era una enfermedad temida y repugnante, Jesús lo tocó. Hasta este momento, nadie, ni siquiera su propia familia se habría atrevido a tocarlo. Tocar al leproso, a quien se le consideraba un pecador, equivalía a contaminarse. Pero Cristo quería demostrar que, cuando hablaba con los pecadores, él no corría el peligro de infectarse.
Jesús dijo al leproso: “Quiero. Sé limpio”. No le dijo: “Ve y lávate en el Jordán”; tampoco le sugirió una larga y tediosa terapia; sencillamente, dijo una palabra, lo tocó y el hombre quedó sanado. Jesús está dispuesto a darnos la ayuda necesaria. Cristo es un Médico al que no es necesario buscar porque siempre está ahí. No es necesario insistirle porque, al hablarle, escucha. Y tampoco es necesario pagar por sus servicios, porque sana gratuitamente. Pidámosle que nos sane.

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