«Los olores de mi valle»

landscape
Imagen por A.Davey

«Bajo la copa de un maquilishuat florecido yo contemplaba los celajes de la tarde y el abierto paisaje veranero, ahora convertido en estampa de oro…. Estaba en la edad en que nuestras emociones son más intensas, y en la que algunos cariños se nos convierten —de pronto— en verdaderos apasionamientos.

»El cálido febrero me entregaba su fuego en muchos árboles, y las golondrinas de países extraños olvidaban sus viajes en las ramas de las antiguas ceibas….

»Siempre gocé los olores de mi valle como una bestia joven: el fino aroma de las flores y de las yerbecillas del suelo; la fragancia de la arboleda rumorosa, que llenaba mis pulmones de salud y mi cuerpo entero de deleite….

»En esos momentos vi que mi padre acababa de llegar a mi lado y que se sentaba sobre la yerba, apoyando su espalda en el tronco del maquilishuat. Sobre nuestras cabezas caían —como alas de mariposas— las flores que se iban desprendiendo de los ramilletes y que parecían rosadas nubes….

»… Él, silencioso,… se puso a contemplar la hermosura de aquella exuberante florescencia. Quedó como abstraído por un rato…, y luego, quizás por vaciar lo que tenía en su corazón, recitó en su propia lengua unos versos sonoros, que hasta muchos años después supe que pertenecían a la obra poética de Henry King, obispo de Chichester….

»¡Gallardas flores… si yo pudiera ser tan atrevido como
[ustedes] y tan poco vanidoso!…
[Ofrecen su] inocente espectáculo
y luego [regresan] a [sus] lechos de polvo.
No [tienen] orgullo porque [conocen su] origen:
porque [saben] que [sus] bordados trajes son de polvo.
[Obedecen] a los meses y a las edades, mientras
yo me empeño en estar siempre en primavera.
Mi destino no quiere saber de invierno, ni de muerte;
ni siquiera pensar en estas cosas.
¡Ah, si yo pudiera contemplar mi nicho del suelo y
sonreír, y ser tan feliz como [ustedes]!
[Enséñenme] a mirar a la muerte sin temerla,
reconociéndola tan sólo como una tregua.
¡Cuántas veces he visto [su] triste funeral y
luego [su] frescura airosa!
¡Gallardas flores… [enséñenme] que mi aliento
debe endulzar y perfumar mi muerte!…

»Mi padre se puso de pie y buscó el camino que conducía a la casa. Yo le seguí con pasos de sonámbula, comprendiendo entonces —con mi corazón y no con mi intelecto— que la belleza era todo aquello… ¡aquello que acababa de mirar, de escuchar y de sentir!»1

En este capítulo de su obra autobiográfica Tierra de infancia, la autora salvadoreña Claudia Lars nos hace ver, con su hermosa prosa poética, lo estrecha y especial que es, para muchos, la relación entre padre e hija. Gracias a Dios, sobre todo para quienes nunca han disfrutado ni podrán jamás disfrutar de tal relación con su padre biológico, que nuestro Padre celestial anhela que nuestra relación con Él como hijos suyos sea tanto o más íntima todavía. Por eso su Hijo Jesucristo, al observar a su vez la conducta de las aves del cielo y la hermosura de los lirios del campo, nos asegura que a los ojos del Padre celestial no sólo valemos mucho más que las aves, a las que alimenta día tras día, pase lo que pase, sino también que Él hará mucho más por nosotros que por las flores, a las que viste con mayor esplendor que el hombre más rico del mundo.2

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Claudia Lars, Tierra de infancia (San Salvador: UCA Editores, 1987), pp. 199‑201.
2Mt 6:26-30

Un Mensaje a la Conciencia

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