Cuando no hay nada que perder
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Era el año 1816. En el cerro de Chicote la infantería española había cercado a un puñado de patriotas del Alto Perú. Viendo insuperable la situación, el soldado Pedro Loayza gritó:
—¡Yo no me entrego al enemigo!
Y se lanzó al precipicio. El comandante Eusebio Lira, testigo del arrojo de Loayza, no podía quedarse atrás, así que tomó impulso para lanzarse él también, y proclamó:
—¡Moriremos por la patria!
Pero segundos antes de lanzarse al vacío, lo atajó José Santos Vargas, tambor mayor de la banda de músicos, con estas palabras:
—Moriremos si somos zonzos.
El sargento Julián Reinaga recorrió con la vista el fatídico cerro y propuso:
—Quememos el pajonal.
Los ingeniosos sobrevivientes se dieron de inmediato a la tarea de prenderle fuego a las altas pajas. Gracias al viento, las llamas se extendieron en dirección a las filas enemigas. En cuestión de minutos las llamaradas rechazaron a quienes los sitiaban. Unos a otros se atropellaron en frenética huida, lanzando al aire fusiles y cartucheras mientras suplicaban misericordia al Todopoderoso.1
En el segundo libro de Reyes se narra una historia patética que en algunos sentidos se parece a la de aquellos valerosos patriotas peruanos del siglo diecinueve. A Samaria la habían sitiado los sirios, y el pueblo israelita se estaba muriendo de hambre dentro de los muros de la ciudad. Cuando cuatro leprosos, en cuarentena fuera de la ciudad, decidieron que no tenían nada que perder y se aventuraron a pasar al campamento sirio, descubrieron que Dios se les había anticipado ahuyentando a los sirios y disponiendo un tremendo banquete para ellos. Pero luego de comer y beber todo lo que quisieron, reflexionaron y fueron al palacio para dar aviso a los que estaban dentro de la ciudad.
Inicialmente el rey pensó que se trataba de una treta: que los sirios les estaban poniendo una trampa para que salieran de la ciudad y allí los pudieran matar a campo abierto. Pero uno de sus ministros le propuso que confirmara el relato de los leprosos, ya que el rey tampoco tenía nada que perder, así que lo hizo, les anunció la buena noticia a los habitantes de Samaria, y todos se hartaron de comida ese mismo día.2
La lección que nos enseñan estas dos historias es que no tenemos nada que perder con tomar la iniciativa y arriesgarnos. Y si es así en lo físico, ¿cuánto más no lo será en lo espiritual? Satanás, nuestro enemigo mortal, ha sitiado la fortaleza de nuestra vida a fin de hacernos morir de hambre espiritual. Pero Dios ya lo venció. Ganó la victoria cuando dio a su Hijo Jesucristo para que muriera en la cruz por nuestros pecados. Para salvarnos y hacer nuestra esa victoria, sólo hace falta que tomemos la iniciativa de pedirle a Cristo, el pan de vida,3 que alimente nuestro ser desde ahora en adelante. Hagámoslo hoy mismo. Lo único que nos arriesgamos a perder es el hambre de la que nos estamos muriendo.
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1 | Eduardo Galeano, Memoria del fuego II: Las caras y las máscaras, 17a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1995), pp. 138‑39. |
2 | 2R 6:24—7:20 |
3 | Jn 6:35 |