Juntos en el juego

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Imagen por Kobie M-C Photography

(Día de la Mujer Colombiana)

Los hombres de la tribu consideraban tan rigurosa la jornada de trabajo que se turnaban alternando los días en que salían a pescar, o cazar o trabajar en los campos. Durante los días alternos en que descansaban, luego de que los otros se iban, los que quedaban se encontraban en una hermosa y bien cuidada cancha de pelota cerca del pueblo y practicaban su deporte favorito. Divididos en dos bandos de doce jugadores cada uno, jugaban con una pelota de caucho que ponían en movimiento con el hombro derecho y hacían todo lo posible por no dejar que tocara el suelo. De tanto lanzarse contra el suelo para levantar la pelota, los jugadores adquirían no sólo mucha destreza sino también callos muy duros en ese hombro.

Para resolver disputas y declarar si se cometía una falta o si se ganaba o perdía raya, había jueces ancianos. Por ejemplo, si la pelota rebotaba en cualquier parte del cuerpo que no fuera el hombro derecho, declaraban que se perdía una raya.

Sin embargo, los hombres no eran los únicos que jugaban. Las mujeres jugaban también, pero no llegaban al campo de juego sino hasta después del mediodía por haber estado ocupadas toda la mañana en sus trabajos cotidianos. Cada una llevaba su propia pala con la que se disponía a jugar. Y en cada partido, veinticuatro de ellas se unían al equipo en que estaba jugando su esposo, doce de cada lado, ¡sumando cuarenta y ocho jugadores en total! Debido a que las mujeres eran capaces de agarrar con ambas manos el recio garrote de su pala redonda e impulsar la pelota con tal violencia que ningún hombre se atrevía a meterle el hombro, se les permitía a los hombres rechazar la pelota con toda la espalda. Aun así, con frecuencia salía uno de los hombres deslomado a causa de los pelotazos furiosos de las jugadoras contrarias.

No dejaban de jugar sino a eso de las cuatro de la tarde, cuando regresaban las canoas pescadoras. La pesca la repartían según el número de hijos en cada familia, y antes de la puesta del sol disfrutaban del almuerzo y de la cena como una sola comida. Con razón que, al final de la descripción del juego de pelota que practicaban los indígenas otomacos desde antes de la llegada de los europeos, el padre jesuita Joseph Gumilla, en su obra publicada en 1741 titulada El Orinoco ilustrado, comentara: «¡Es increíble la gran cantidad que comen y la gana con que le tiran a las ollas!»1

Si bien no debiera extrañarnos que los otomacos, tanto los hombres como las mujeres, acostumbraran a comer hasta hartarse al final del día de semejante desgaste físico, sí pudiera extrañarnos que las mujeres de la tribu, hace ya unos tres siglos, practicaran el juego de pelota junto con sus esposos, y que lo hicieran con tanta o más pasión y ferocidad que ellos. Pero lo cierto es que esto no debiera sorprendernos porque Dios, nuestro Anciano Juez Supremo, creó a la mujer para que se casara y formara pareja con el hombre. Llegado el momento oportuno, el hombre había de dejar a su padre y a su madre, y unirse a su mujer, de modo que los dos se fundieran en un solo ser.2 ¿Puede acaso haber en este mundo una relación más estrecha y placentera que ésa?

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Joseph Gumilla, El Orinoco ilustrado: Historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes (Madrid, España: Reverenda Cámara Apostólica, 1741), pp. 104-9 <http://www.bibliotecanacional.gov.co/recursos_user/rg/rg_2559.pdf> En línea 12 enero 2016.
2Gn 2:21-24

Un Mensaje a la Conciencia

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