«Mensajes desinfectados»

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Imagen por A.Davey

(Día Internacional del Idioma Materno)

Ocurrió en el siglo veinte, cuando aún no había correo electrónico ni fax, sino sólo correo aéreo y telegramas. En la sucursal número 15 del correo capitalino de Santiago de Chile, el anciano encargado de la limpieza se distrajo por un instante. Al llenar los tinteros que usaba el público para escribir telegramas, en vez de poner tinta, los llenó de creolina, un líquido negro que usaba para desinfectar los baños y los pisos.

El público que durante toda una mañana llegó a la oficina para enviar telegramas notó un olor particular en la «tinta» de los tinteros; sin embargo, como de todos modos servía para escribir, nadie dijo nada. Por fin un empleado que atendía en la ventanilla descubrió el error, y se limpiaron los tinteros y se volvieron a llenar de tinta. El empleado, con aire de filósofo, hizo este gracioso comentario: «Bueno, después de todo hemos estado enviando mensajes desinfectados toda la mañana.»

¡Qué bueno sería que «desinfectáramos» todos los mensajes que transmitimos! Lo cierto es que, como sociedad, vamos de mal en peor en cuanto a la cantidad de palabras sucias que escribimos y pronunciamos. Nuestra lengua y nuestra pluma parecen estar cada vez más cargadas de veneno. Usamos la lengua como si fuera un arma emponzoñada, con el fin de calumniar y difamar al prójimo, manchando así su reputación.

Por eso dice el apóstol Santiago: «La lengua es un miembro muy pequeño del cuerpo, pero hace alarde de grandes hazañas. ¡Imagínense qué gran bosque se incendia con tan pequeña chispa!… La lengua es un fuego, un mundo de maldad. Siendo uno de nuestros órganos, contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, prende a su vez fuego a todo el curso de la vida.»1

Peor aun es cuando vamos más allá de hablar, y escribimos cartas o mensajes anónimos, porque la palabra escrita tiene mayor influencia y permanencia que la palabra hablada. Hay personas que se especializan en enviar mensajes hirientes, calumniosos, de doble sentido, que contienen palabras ambiguas que envenenan las relaciones entre amigos y parientes.

Jesucristo, el divino Maestro, nos enseñó que «de la abundancia del corazón habla la boca».2 Es decir, de un corazón emponzoñado salen palabras llenas de veneno. Las palabras que pronunciamos vierten el contenido de nuestra alma, de modo que si en nuestra alma hay maldad, enojo, despecho y resentimiento, eso mismo verterán nuestras palabras.

Menos mal que tenemos a nuestra disposición un desinfectante maravilloso, capaz de limpiar perfectamente nuestro corazón. Es la sangre de Jesucristo. Según el apóstol Juan, esa sangre que vertió Cristo por nosotros en la cruz del Calvario «nos limpia de todo pecado».3 Si la aplicamos a nuestro corazón, desinfectará y purificará toda palabra que salga de nuestra boca.

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


1Stg 3:5,6
2Mt 12:34
31Jn 1:7

Un Mensaje a la Conciencia

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