Miradas inolvidables
Imagen por Pedro Nuno Caetano
Una cosa es ir al cine y reconocer en la pantalla gigante a actores conocidos que representan escenas de la vida diaria, y otra, ir al cementerio y reconocer en espacios reducidos los cadáveres de personas conocidas que ya no pueden actuar. Pero aquella noche fatal el doctor Carlos Zurita, médico español a quien le tocó ejercer su profesión durante los trágicos años de la Guerra Civil española, hizo primero lo uno y después lo otro. Tan pronto como salió del cine, se dirigió al cementerio para realizar la mórbida tarea de reconocer el cadáver de un amigo perdido. Allí se encontró a la viuda del gitano al que acababan de fusilar. La guapa mujer estaba velando a su esposo, sentada al lado de la caja en la que yacía el difunto, amortajado con discreta elegancia. Al ver pasar al médico, la gitana le echó una mirada de odio que si bien no lo fulminó ahí mismo, le quedó grabada en la memoria para siempre. ¡Cuál no sería la consternación del doctor Zurita al recibir la noticia al día siguiente de que la perturbada mujer se había ahorcado, pero no sin antes colgar, uno por uno, a sus siete hijos!1
Lo que nos preguntamos todos es: ¿Qué la impulsó a matar con sus propias manos a esos siete indefensos pequeños, sangre de su sangre? La explicación que nos ofrece el historiador español Fernando Díaz-Plaja es que «aquella mujer no quiso que sus hijos vivieran en un ambiente que odiaba».2
Esta dramática historia contiene elementos conmovedores que evocan la historia sagrada. Al Hijo de Dios mismo, Jesús de Nazaret, no lo fusilaron en una guerra civil, pero sí lo crucificaron en una guerra a muerte que Él libró contra el enemigo de nuestra alma. Y durante esa última semana trágica de su vida, lo traicionaron y lo negaron dos de sus mejores amigos. Uno de ellos, Judas Iscariote, sintió tanto remordimiento por haberlo traicionado que quiso devolver el precio de sangre inocente —las treinta monedas de plata— que recibió por entregar a su Maestro. Pero cuando se convenció de que era irreversible lo que había hecho, arrojó el dinero por el suelo, salió y se ahorcó.3
El otro amigo era Simón Pedro. Después de negar tres veces a su Maestro, lo cual había sido inconcebible para él, sus ojos se encontraron con los de Jesús. Fue una mirada penetrante e inolvidable la de su mejor amigo, no una mirada de odio sino de amor y comprensión. Y Pedro salió, y lloró amargamente.4 Pero lo que le faltó aprender a Judas, así como a la pobre gitana, lo aprendió Pedro posteriormente: a reconocer la infinita capacidad que Dios tiene para perdonar hasta al que menos merece el perdón, y de enseñarnos a nosotros el valor eterno de amar a nuestros enemigos.5
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1 | Francisco Moreno Gómez, La Guerra Civil en Córdoba. 1936-1939, Madrid, 1985, citado en Fernando Díaz-Plaja, Anecdotario de la Guerra Civil española (Barcelona: Plaza & Janés, 1995), p. 128. |
2 | Díaz‑Plaja, p. 128. |
3 | Mt 27:3‑5 |
4 | Lc 22:54‑62 |
5 | Mt 5:43‑45; 6:14‑15; 18:21‑35; Lc 23:32‑43 |