Como una madre

Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo. Isaías 66:13.

Todavía es temprano. Del lado de afuera veo un árbol que empieza a florecer, anunciando que el invierno se va. Al fondo, hay unos pinos tiernos, bañados de rocío; parecen llorar. Las gotas depositadas en sus ramas caen, como lágrimas de una naturaleza con nostalgia del sol. De todos modos, nada es perfecto: un sol esplendoroso que brille esta mañana completaría la belleza del paisaje. Pero vivimos en un mundo marcado por el dolor y la tristeza.
Hablando de tristeza, anoche me entregaron una carta. Es la historia de una madre que se enteró de que su hija, de apenas 16 años, estaba embarazada. ¿Qué hacer en esas circunstancias? Ella cerró los ojos, e imaginó el “escándalo” que eso significaría para la familia. Imaginó el futuro de la hija, cuyos sueños parecían desmoronarse; imaginó, también, el futuro de un niño sin padre. Ella jamás había conocido a su padre, y eso le había dejado en el alma un vacío difí­cil de llenar. Asustada, veía repetirse la historia, y no soportó. En un momento de rabia y de desesperación, obligó a la hija a realizar un aborto.
Todo parecía resuelto pero, de repente, el fantasma de la culpa empezó a atormentarla de día y de noche. Verdugos implacables la perseguían en sus noches de pesadilla, mientras ella corría con las manos ensangrentadas, ator­mentada por el grito de un niño sin rostro que le gritaba: “Abuela, no me mates, por favor”. Ella escribió, deseando la muerte.
Nada justifica lo que hiciste, llevada por la desesperación. El pecado es pecado justamente por eso: te hace creer que es la solución, pero te hunde en la arena movediza de tus tormentos interiores. Pero, no quiero hablarte hoy de lo que hiciste o no hiciste. No quiero decirte que, cuando una vida surge en el vientre de una mujer, no es por causa del error de los seres humanos sino por la voluntad de Dios. Y si él lo permitió es porque, aunque tú no lo entiendas, Dios tenía un plan maravilloso para esa vida.
Lo que quiero decirte es: el Señor Jesús ya pagó el precio de tu culpa. Me­reces lo peor por lo que hiciste, pero Jesús asumió tu culpa y pagó el precio con su vida. A ti solo te resta aceptar o rechazar. Aceptar, porque el perdón no puede ser otorgado a nadie por la fuerza, o rechazar porque eres libre, incluso para decir no.
No salgas hoy de tu casa sin meditar en la promesa bíblica: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo”.

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